En un tiempo en el que la fe ya no es para muchos algo obvio, una realidad que impregna la vida entera desde la cuna hasta la muerte, sino una decisión libre, a veces dolorida, a menudo contrastada, y siempre por renovar, aprender a creer puede significar caer en la cuenta de las razones sobre las que descansa la fe. Sólo si el acto de fe es intelectualmente honesto y moralmente responsable, podrá hablarse de una fe adulta y hasta respetuosa con quienes dudan o no creen. Si el cristiano se atreve a apostar por su fe, no lo hace porque cuente con una realidad ambiental que lo favorezca, sino porque tiene y conoce razones válidas para hacerlo.