Desde la primera sonrisa de Dios en el jardín de Edén a la sonrisa definitiva en la nueva Jerusalén, la lectura de la Segunda Escritura nos descubre que Dios no puede dejar de hablarnos siempre con la sonrisa de un padre que guía y anima a sus hijos, con el rostro sereno de un amigo que habla a sus amigos, con la gozosa ternura de una madre que estrecha a su hijo con su mejilla. En medio de esta familiaridad sonriente, el ser humano a aprendido a sonreir con amor a Dios, a sus semejantes y a todas las criaturas.