Las decisiones políticas, el desarrollo de los programas, las orientaciones didácticas, todas ellas valiosas e importantes, no son eficaces ni transforman la enseñanza si no se acompañan de un continuo desarrollo interior personal. La buena educación transforma a las personas, las humaniza. Y en ese proceso la figura del maestro es fundamental, no solo por sus conocimientos o pericia técnica, sino sobre todo por la riqueza interior de todo su ser. Por eso, el educador es testigo de esperanza, de verdad y de justicia y está lleno de coraje ético desde su autoridad (que no poder); confía y se confía a sus alumnos y dialoga con ellos; con una pedagogía de la compasión les ayuda a aprender, a hacer y a madurar, a mejorar, e una palabra. Y todo ello, no solo como individuos sino como ciudadanos.